Beatriz Cobo Rossell
Han pasado casi trescientos días desde la última vez que hablamos con sinceridad tú y yo. Conversamos largo rato. Estábamos solas y teníamos la eternidad del tiempo para decirnos todo lo que nos teníamos que contar. Era la primera vez que nos encontrábamos a solas de cerca. Te saludé y me acariciaste con la dulzura de una amiga. Hacía unas semanas que había vivido contigo algo grande, me regalaste lo que no merezco. Durante horas me susurraste que me querías, que sólo deseabas lo mejor para mí, pero por ti he derramado las lágrimas más amargas. Dicen que el amor cuando duele es cuando es amor de verdad. Así espero que sea, sólo confío en ti, sólo tú me llenas. Sólo tú eres yo.
Entré en tu casa y te vi tan guapa como siempre. Sola, sin nadie alrededor. Así estabas. Parece que los demás sabían que te necesitaba y me dejaron la intimidad que dan los cinco centímetros que nos separaban. No me miraste, porque tú nunca miras a nadie. Sólo ves con los ojos de tu corazón. Sin decirme nada, ni preguntarme el por qué, te avasallé con un rosario de preguntas. Mi impertinencia necesitaba respuestas inmediatas que tú no me podías dar porque tenías que consultarlas con quien me dio la vida, con quien me salva todos los días. No pude más que rezarte. No pude más que amarte.
Quedan dos semanas para que el tiempo se pare. Para poner el contador de las horas a cero. Para reiniciar mi vida en ti. Para que la cadencia de tu palabra cure mis amarguras, porque eres la única que sabes guiarme. Necesito esa caricia en la mejilla para recordar todas las palabras que guardé en mí. Cuando bajes, acuérdate de lo que te pedí. Dame tu esperanza para poder seguir, cúbreme con el manto de tu amparo para ayudarme a levantar. Ofréceme tu mano para enganchar mi vida a la tuya. Yo te espero.
1 comentario:
Beatriz, muy bonito, te sale de maravilla. Enhorabuena.
El Hno. Mayor.
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